23 de noviembre de 2009

CLAMANDO EN EL DESIERTO

A menudo, cuando recibo una visita de algún curioso foráneo, y le enseño nuestra ciudad, nuestro entorno, contemplo su mirada desolada al preguntar sobre la escasez de arbolado, la aridez del paisaje, tanto de los campos, como de las zonas periféricas o peri-urbanas que conectan nuestro territorio. El visitante se pregunta cómo hemos terminado asi, se pregunta de dónde viene esta aridez, y por qué nadie parece querer combatirla. Y con tristeza le relato mi queja, que es como un clamor en el desierto...

El paisaje desolado del interior de España, la gran mancha sin arboles, no existe desde siempre, no es un hecho natural. Comenzó a producirse con la Reconquista, y la brutal desolación al grito de tierra quemada. Siguió como mal endémico al destruir una cultura agrícola ingeniosa y sostenible, (la de la cultura Hispano-Árabe), y transformarla en una de cereales de secano, y ganadería intensiva. Este hecho unido a la necesidad de leña abundante para ciertas transformaciones mineras, ya extinguidas, o para la vencida flota , ya hundida.

El paisaje queda, aunque todo lo demás se ha extinguido...

- Los campos ya no alimentan, las cosechas de cereales se desaprovechan
- La ganadería ya no es trashumante, poco queda ya de la Mesta
- No hay buques de madera, ni minas de oro y plata
- Por no haber, no queda árbol que talar

Solo nos queda nuestra desesperación, porque tampoco se aprecia ninguna voluntad política de mejorar el paisaje del interior y del levante español. Por no importarle a nadie, ni siquiera casi nadie se queja de que las tremendas infraestructuras, como autovías y AVE, cuyos costes se cuantifican en millones de euro por kilómetro, no lleven aparejados ni un euro en reparación ambiental.

El que no haya arboles supone problemas añadidos al tremendo conflicto estético y paisajístico. Acrecienta la desertificación, reduce la pluviometría, degrada los terrenos, y económicamente supone una rémora al desarrollo del interior rural español.

Gracias a internet se aproxima un futuro donde la imperiosa necesidad de apiñarnos en ciudades dejará de existir. Además los requerimientos ambientales del individuo va adquiriendo más preponderancia. El nuevo estilo de vida que implica la reducción de emisiones contaminantes, un clamor del futuro mundo globalizado, es más viable con un estilo de vida más apegado a la naturaleza.

En el futuro, podríamos tener un medio rural rico y desarrollado, donde las pequeñas empresas sostenibles se instalen, ante la posibilidad de estar conectadas con el mundo igual que en cualquier ciudad. La calidad de vida y las posibilidades de mejorar la productividad son un gran reclamo para nuestra probable deslocalización que se avecina.

Pero una vez más no hay políticos con miras profundas, que entiendan que, en el plazo de una generación, esto va a ocurrir, y que nos va a pillar otra vez con los árboles sin plantar en nuestro interior español.

Se suele oir que en épocas celtibéricas, una ardilla podía atravesar la península sin tocar el suelo, (verdadera leyenda urbana atribuida a Estrabón). Aunque no sea fiable esta afirmación, sabemos que el paisaje previo a la intensa acción del hombre a través de los siglos, era muy diferente, y en absoluto era semi-desértico como es ahora. La masa forestal peninsular era de desigual cobertura y extensión, como corresponde a nuestra posición en la tierra a medio camino entre los hielos y los desiertos, los mares y los océanos. Con una biodiversidad muy grande que alternaba las masas forestales autóctonas con los espacios libres esteparios tan característicos hoy en día. Pero los antaño abundantes bosques ibéricos abundaban en nuestro horizonte al no estar acosados por el cereal del hambre, las talas sistemáticas, y hasta hace poco la reciente y feroz especulación urbanística. La falta de metas y de expectativas de nuestra cultura, con su inconsciente colectivo, en materia de paisajes, esquilmado durante siglos, nos llega hasta hoy, permitiéndonos dejar de lado totalmente un intento de mejorar el problema, de mejorar nuestro paisaje.

No nos conformemos con lo que llevamos padeciendo siglos, no es algo natural, ni irreversible, ni una maldición. El paisaje desolador, sin árboles, del interior de España está provocado por la mano del hombre, a lo largo de siglos. No creamos que es utópico intentar recuperar en parte el rico paisaje autóctono perdido.

¿Qué podemos hacer? Reconozcamos de una vez que la agricultura del cereal de secano no es rentable, y subvencionemos el dejar de cultivarla. Los olivares y el viñedo, al ser cultivos paisajísticamente amables y amistosos, proporcionan comarcas ricas en valores ambientales y paisajisticos. Apoyemos la agricultura ecológica y sostenible. Sólo con políticas serias e inteligentes, podríamos transformar el paisaje. Y si no , al menos, con una fuerte concienciación ciudadana, que obligue a nuestros gobernantes a acometer dichas políticas. Y de eso, estamos tristemente aun en el territorio de la utopía.

Hay que saber que la estepa castellana, tiene sus instituciones y expertos empleados en su preservación, incluso sociedades de estudio del paisaje, y defensores del hábitat y ecosistema por siglos imperante, que encierra una bio-diversidad nada desdeñable y muy característica. Que nadie entienda mis intenciones de acabar con la llamada estepa Ibérica en su totalidad, o sin un cuidadoso estudio ecológico. Nuestra intención es situarla dentro de un equilibrio, que siempre debe haber, entre todos los paisajes posibles.

Pero recuperemos en parte nuestros paisajes, nuestros bosques autóctonos. Invirtamos en dignificar también nuestros paisajes peri-urbanos, degradados y tristes. En 30 años podríamos lograrlo si de verdad quisiéramos. Pero pedir esto, es como clamar en el desierto, y al final, cuando el visitante marcha, siempre le queda el recuerdo de la amabilidad, pero también el del paisaje desolado.
CGP